martes, 15 de noviembre de 2016

Era.

Era preciosa.
Era perfecta, joder.
Era de esas capaces de mirarte y romperte.
Ella era la cuerda floja y tú la soga al cuello.

Ella era las golondrinas de Bécquer volviendo, esta vez, a mi corazón.
Ella era un concierto de heavy escuchado en versión acústica.
Ella era rock del duro,
y a la vez música clásica.
Ella era cerveza con los colegas.
Ella era el verso hecho arte.
Sus labios, su sonrisa,
eran pura poesía.
Sus ojos más claros que la cristalina agua oceánica.
Su mirada tan penetrante
pero a la vez tan dulce y tranquila.
Su respiración era tan pausada que era capaz de amansar a una jauría de fieras hambrientas sin tan siquiera tocar un acorde.
Su voz era tan melodiosa que los músicos la odiaban cada vez que hablaba.
Su cuerpo era la guitarra que todo hombre desea tocar una vez en su vida
-aunque no tengas ni puta idea de música-
Sus pies eran el cimiento que sostenía a la octava maravilla del mundo
-para mí era la primera y única maravilla existente-.

Debido a su locura
-tenía la vida patas arriba y la cabeza en los pies-
su cabeza acumulaba más desgracias, penas y preocupaciones por metro cuadrado
que lo que puede llover en cualquier patio durante toda una vida
O dos.


Y su corazón era tan grande que de tanto querer se convirtió en piedra.

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